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Publicado: 24/10/2009
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Fuente: Diario Perfil

Patrimonio de la humanidad desde 1999, este territorio chubutense regala un espectáculo natural único. Año tras año, llegan ballenas, pingüinos, lobos y elefantes marinos para crecer y reproducirse. Las orcas enseñan a cazar y miles de aves adornan el cielo. Un viaje directo a la emoción.

Capitanes de mar y tierra

Las ballenas se agolpan, de mayo a diciembre, en las aguas del Golfo Nuevo. Una de las maneras de llegar a verlas desde la costa es atravesar los médanos en 4x4 hasta el Cerro Avanzado, en las afueras de Madryn.
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Vista en una carta topográfica, la costa nororiental de la provincia de Chubut es árida, extensa, marrón. Salpicada de río y mar. Y más allá, casi cayéndose al Mar Argentino, pugnando por salir hacia la inmensidad oceánica, está ella. Con silueta de ballena atada a la costa por la cola se distingue la península, bautizada Valdés en homenaje a un español que financiaba expediciones a ese paraje inhóspito, allá por el 1800. Dos siglos y poco más tarde, un avión aterriza en su ciudad principal, Puerto Madryn, y el mar se descubre azul profundo, con pequeños puntitos negros y círculos blancos alrededor. Parecen manchas inmóviles, hasta que alguna de ellas alza su aleta posterior y la V se dibuja casi perfecta. Las ballenas dan la bienvenida a su residencia de invierno y primavera, el Golfo Nuevo, a metros de la costa. Pero saludarlas será, aunque haya sido a priori el motivo del viaje, la frutilla de un postre que conviene comerse despacio, desde el fondo de la copa, para descubrir en cada bocado un sabor diferente. Más que conocerse, Valdés se siente. Y no importa cuán aficionado sea uno a la naturaleza: el estado puro en el que aquí se presenta y se mantiene derrite hasta el corazón más urbano.

Ver para creer

Preparar la cámara de fotos, el protector solar, el rompevientos y la capacidad de asombro es el primer paso para encarar una travesía a la península. El área, que abarca 4 mil metros cuadrados de superficie y dibuja una geografía particular –desde su entrada, en el istmo Ameghino, se divisa, detrás de la isla de los Pájaros, la estrechísima separación entre las dos puntas, Quiroga y Buenos Aires– y los dos golfos, Nuevo y San José, que regalan especies marinas, aves y fauna patagónica, todas en feliz armonía y convivencia.

Pero antes de empezar el recorrido, Puerto Madryn es el lugar ideal para adentrarse en el entorno de a poco. Con 100 mil habitantes permanentes, que crecieron especialmente de la mano de la industria del acero, la explotación pesquera y, ahora, del turismo, la ciudad es una mezcla perfecta entre mar y cemento, aventura y comodidad. Ya desde la misma costanera, frente a la avenida principal, es posible avistar ballenas, sin más costo que unos buenos anteojos de sol, el mate y un par de prismáticos, si se puede. Fundada, como el resto de los pueblos del valle del río Chubut concentrados alrededor de Gaiman –a unos 80 kilómetros hacia los Andes–, por colonias de galeses valerosos que llegaron a fines del siglo XIX invitados por el ministro Rawson y el presidente Mitre para poblar el inhóspito territorio. A cambio, obtenían un espacio propio para mantener sus costumbres amenazadas por la hegemonía de la cultura inglesa. Hoy, Madryn ofrece espectáculos espontáneos de ballenas, pero también permite probarse en desafíos como el buceo o el kitesurf, entre otros. Además, su gran valor agregado es el respeto por el entorno. “Nuestra principal preocupación es que el turismo se desarrolle en forma sustentable, en consonancia con el medio ambiente”, dice Mariano Jug, que guía grupos de españoles, franceses e italianos –las tres naciones europeas que más viajeros traen a estas playas– y los acompaña en cada instancia de los secretos de una verdadera sala de partos al aire libre. Además de las ballenas francas australes –cuya población estable, año a año, se calcula en unas 2 mil y crece, según los expertos del centro de interpretación marino Ecocentro, en un siete por ciento anual–, los elefantes y lobos marinos, los pingüinos y hasta las orcas (ver recuadro) vienen hasta estas aguas a parir y educar a sus crías. “Las ballenas eligen el Golfo Nuevo porque, ahí, el mar abraza a la tierra”, dice el guía y uno, antes de empezar el recorrido por el área natural protegida de Valdés, no puede más que anticipar ese encuentro.

Contacto

El mejor lugar para realizar un primer avistaje costero de ballenas está sólo a 19 kilómetros del centro de Madryn. La playa El Doradillo, hacia el norte y camino a la entrada a la península, es un área natural de reproducción y está protegida, también, a nivel municipal. Forma parte de Playa Las Canteras, una extensa costa de ripio con acantilados, donde las ballenas francas australes vienen a aparearse y a enseñar a sus crías –con quienes permanecen más de un año tras su nacimiento– a cazar, comer y defenderse en el agua. Las siete de la mañana parece temprano para horario de vacación, pero vale la pena: antes de que el sol salga por completo, ya se distinguen a escasos metros de la costa las aletas negras, los callos y, si se tiene suerte, la cola erguida de las madres y los hijos, que regalan un espectáculo de nado sincronizado. El silencio es absoluto, salvo por los soplidos que se repiten cada tanto. Cuando se las despide, ya embarga la emoción.

Tomando el camino de la Ruta provincial 4, siempre hacia el norte, se llega a la puerta de entrada de la península. Son 77 kilómetros, pero ya a lo largo del camino se entiende mejor la diversidad, de la que todos –choferes, guías, locales– hablan: aparecen guanacos, corren los choiques y cruzan las maras, liebres patagónicas veloces como pocas. También hay zorros y ovejas, claro. Estamos en Chubut, y la esquila sigue siendo una de las actividades principales de las 56 estancias repartidas por toda la península. Los cielos están surcados por tantas especies de aves que es difícil cuantificar. Eso sí: el birdwatching (o avistaje, en el sentido literal del término) gana en adeptos, deslumbrados por el entorno.

A exactos 77 km. de Puerto Madryn está el Centro de Visitantes Istmo Ameghino. El espacio, que concluye en un mirador alto con vista directa a la Isla de los Pájaros –una reserva natural de aves y fauna marina, sobre el Golfo San José, a la que el hombre no tiene permitido el acceso–, es un muy buen resumen de las particularidades de la región geográfica a la que se está por acceder. Hay detalles históricos, paleontológicos y ecológicos, y su entrada es libre.

Tomando la ruta 3, hacia Punta Norte -el extremo más alto de la península- hay que conocer San Lorenzo. La estancia, donde también se puede almorzar el típico cordero patagónico, es en realidad un área de reserva de pingüinos que se conformó un poco por casualidad: estas aves monogámicas llegan, de a cientos de miles, cada año desde septiembre a rearmar sus madrigueras. Y las hembras eligen dónde les apetece vivir esta temporada, para que sus crías nazcan en el nido de mejor arquitectura. Se puede caminar un circuito demarcado sólo por piedras y ellos están ahí, graznando, peleando o cortejándose. Lo fundamental, dicen quienes acompañan, es tener en cuenta la intangibilidad: es una ley que protege a todas las especies de la zona y que impide acercarse a menos de 100 metros de los animales –en algunos casos– y, por supuesto, tocarlos. Y todos la respetan.

Recorriendo 47 km. más, hacia el sur, se llega a Caleta Valdés. Allí, volver a madrugar tiene una recompensa inesperada: bajo los acantilados, justo en el área denominada Punta Cero, cientos de gigantescos elefantes marinos arman sus harenes –sí: un macho tiene, en promedio, unas 15 hembras preñadas a la vez– y justo cuando clarea el día, un “pequeño” de 180 kilos llega al mundo, ahí frente a los ojos. La madre lo limpia y luego intenta enfriarse ella, tirándose piedritas. El padre no mira al recién nacido: está ocupado peleando con otra mole de 5 mil kilos, como él, que quiere acercarse a sus chicas. A la estancia La Elvira, a pocos metros de allí, se puede volver cabalgando.

Con tanta vida alrededor, sólo queda una cosa más por hacer: la navegación con ballenas en Puerto Pirámides. Para llegar, se atraviesa la estepa enorme que conserva tres salinas, de donde se sacaba el recurso económico principal de la zona a principios del siglo XX. El pueblo, con aire relajado y hippie, creció pero mantiene su encanto: una playa enorme, ideal para veranear; y un mar de seis mareas diarias enmarcado por con unos increíbles acantilados –restingas, se los llama– desde donde salen las embarcaciones autorizadas para el avistaje. Calzarse el chaleco salvavidas naranja y adentrarse en el agua transparente hasta esperar que aparezcan ellas es, claro, esa frutilla tan esperada. Y cuando lo hacen, el corazón estalla de emoción. Pero hay tanto para ver que un solo viaje no alcanza. A Valdés, piensa uno, es obligatorio volver.

Fuente: Diario Perfil
http://www.diarioperfil.com.ar/edimp/0411/articulo.php?art=17607&ed=0411
 


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