En el norte de Neuquén, una pequeña aldea de montaña florece entre las araucarias al borde del lago Aluminé. Villa Pehuenia, idílica en sus colores de otoño, convive con una comunidad mapuche y se prepara para el próximo Festival del Chef Patagónico, centrado en los productos de la región.
Sobre el lago Aluminé, el atardecer de otoño pone reflejos entre plateados y grisáceos. Los bosques que pueblan sus orillas están empezando a prometer la fiesta de colores que brindan las araucarias, las lengas y los ñires, mientras los días –un poco más cortos y frescos– invitan al descanso. A medida que anochece, las titilantes luces de Villa Pehuenia se van encendiendo: y su disposición irregular, subiendo y bajando a lo largo de las calles arenosas que bordean el lago, revelan que aquí no hay una ciudad; sólo una pequeña y encantadora aldea de montaña. Como tal nació, hace un par de décadas, y así quiere seguir siendo a pesar del inocultable crecimiento de los últimos años. Años durante los cuales, poco a poco, se fueron instalando los primeros comercios, abrieron las escuelas, se establecieron los profesionales recién llegados. Siempre rodeados de bosques, de un verde brillante en verano y cubiertos de nieve en invierno. Y siempre mostrando que es posible la buena convivencia entre los nuevos pobladores y la comunidad mapuche que desde hace añares habita estas tierras de frontera.
Charly, el capitán de Brisas del Sur, se pone al timón al día siguiente para llevarnos a recorrer las islas y golfos del Aluminé, que cuando sale el sol revela sus matices verdosos y turquesas, y una transparencia que permite divisar hasta 20 de sus 120 metros de profundidad. Guiados por el volcán Batea Mahuida, punto de referencia de toda la zona perimetral del lago, pasamos frente a los hoteles y cabañas de la península Golfo Azul y las playas, bien concurridas en verano porque los 23 grados de temperatura del Aluminé lo convierten en uno de los pocos lagos patagónicos donde no resulta misión imposible darse un baño. A algunas de las playas se llega por las bajadas abiertas en los acantilados; las más alejadas en cambio sólo son accesibles en canoas y gomones: por eso muchos veraneantes las eligen para pasar todo el día hasta que, a las diez de la noche, el sol guarda sus últimos rayos.
El lago Aluminé, explica Charly, se abastece de otro lago contiguo y más alto, el Moquehue, y desemboca a su vez en el río Aluminé, conocido por sus rápidos ideales para el rafting, sobre todo cuando en la época de deshielo aumenta el caudal... y con él la aventura. Pasada la punta de la península, un sector tranquilo de aguas color musgo es el lugar elegido de quienes practican buceo lacustre; los excursionistas a pie, en cambio, se internan en los bosques de coihues que prosperan en tierra a la misma altura. El lugar también es buscado por los pescadores, que ahora sobre el fin de la temporada todavía zarpan: y los vemos regresar, con el viento ya bien fresco, portando orgullosos tres truchas como trofeo.
Visto desde el corazón del lago, el paisaje es como el de un gran aro verde de bosques y arbustos nativos, apoyados sobre una sólida base de rocas y arena que bajan hacia el agua en forma de playas. Después del paseo, varios de los visitantes se detienen para tomar algo en una de las confiterías con ventanales hacia el agua: uno de los grandes encantos de Villa Pehuenia es que, con la vida latiendo en torno del lago, el Aluminé es visible prácticamente desde todos lados, como un ojo líquido gigantesco y silencioso acunado por el viento y las copas de los árboles.
Frente al lago, el volcán Batea Mahuida es el otro rey de la región, en gran parte sagrada para los mapuches, que permiten acceder a estas tierras porque es uno de los grandes atractivos del verano. A menos de diez kilómetros del centro de la aldea, esta “fuente en lo alto” –el nombre mapuche del cerro remite a la pintoresca laguna del cráter– es un fantástico mirador hacia los alrededores. Un camino consolidado permite ascender por las laderas del Batea Mahuida, cuyos 1900 metros de altura son ideales para divisar los volcanes Lanín, Villarrica, Llaima y Lonquimay, además de los lagos hermanos Aluminé y Moquehue.
Ingreso a la reserva Cinco Lagunas, donde vive la comunidad mapuche Puel.
Pronto, el panorama cambiará por completo: las nieves tempranas, que suelen comenzar en junio, tiñen todo de blanco y preparan al volcán para las actividades de invierno. Aquí el parque de nieve –más pequeño que un centro de esquí propiamente dicho, con dos medios de elevación por arrastre– está en manos de la comunidad mapuche Puel, que hace diez años comenzó con esta experiencia tan inédita como exitosa. María Luz Laino, directora de Turismo de Villa Pehuenia, explica que el contacto con la comunidad mapuche y los juegos en la nieve son un atractivo combinado para los visitantes de esta aldea de montaña que aspira, en el futuro, a crecer sin dejar de ser el pequeño pueblo que es, tocado por el encanto de la geografía y la naturaleza.
Los lagos Aluminé y Moquehue se unen en una lengua de tierra estrecha conocida como “la Angostura”. Por aquí entramos, a la mañana siguiente, para acceder a la zona de reserva mapuche conocida como Cinco Lagunas (Kechulafken), donde viven cuatro familias originarias. Acompañados esta vez por Carlos, dueño de la confitería Mandra que oficia de guía, bajamos a sacar algunas fotos sobre el pequeño puente que une ambos lagos. El viento está a punto de derribarnos: pero es una falsa alarma, porque en este sitio precisamente parece que los dioses del aire se enfrentan con todas sus furias. Un par de kilómetros más allá, una vez pasado el cartel de bienvenida oficial al Batea Mahuida que reza “Pu Wenvy” –”amigos bienvenidos”– todo vuelve a estar tranquilo, sobre todo ahora que todavía no hay nieve para dificultar el camino.
La comunidad Puel es la más numerosa de la zona, aunque hay otras, y también una de las más abiertas al contacto con los blancos. “Lo que en realidad hay es una reserva blanca entre los mapuches”, dicen con humor algunos de nuestros anfitriones, mientras atravesamos un bosque de ñires, lengas, araucarias y radales entre los cuales brilla la majestuosidad de las araucarias. Aquí y allá, brotan con entusiasmo las cañas colihues, que contrastan su verde intenso con el más apagado de las matas de abrojo, y las manchas naranjas de las mutisias que adornan el paisaje. El camino, que se abre entre un macizo de “chicharrón” (como se conoce a la piedra volcánica, liviana y fácil de desmigajar, que forma el terreno), asciende por un camino de cornisa entre los bosques y desemboca en la laguna Verde, a la sombra de esas araucarias araucanas que ya empiezan a soltar sus piñones. Cerca de aquí está ruca Susana, la primera casa de los mapuches, y hay una zona donde se puede acampar, totalmente agreste. Más adelante, cerca de Lafken Pichun, la segunda laguna, otra vez hace pie en el paisaje la presencia mapuche, son sus chivos, vacas y ovejas. Lafken Cohuilla es la tercera laguna, y Lafken Matethue la cuarta y más grande del conjunto. Al final, llegamos a destino: es la casa de Mario y su familia, que nos reciben cordialmente en su cabaña al pie de un paisaje espectacular. Afuera hace frío, pero adentro reina el calor de la leña y la calidez de esta gente tan silenciosa como amable. Nos quedamos un rato conversando con Doña Angela, que se dirige a sus nietos en su lengua materna y en castellano a los “huincas”, mientras nos muestra los guantes y medias de espesa lana que sabe tejer. Y, finalmente, emprendemos el regreso por el mismo camino, con la sensación de habernos asomado por un rato a una ventana que muestra otro mundo, tan distinto como posible.
Los lugares donde se concentran las araucarias son los elegidos por los chicos de Pehuenia para recoger piñones, que luego venden a los restaurantes de la región especializados en cocina patagónica. Los frutos del pehuén caen en otoño (y cada árbol puede dar hasta 400 kilos), pero se pueden conservar durante todo el año después de haberlos hervido por lo menos un par de horas en abundante agua salada. Esta vez, tendremos oportunidad de probarlos como acompañamiento de un cordero exquisitamente preparado por Sebastián Mazzuchelli, chef de la Cantina del Pescador, y también al natural, tal como los sirve Nacho, del restaurante Iñaki. Buena ocasión para recordar que el piñón es un alimento rico en hidratos de carbono y, según las leyendas patagónicas, basta uno solo para alimentar a un hombre durante varios días... Las nuevas variantes incluyen alfajores de harina de piñón, toda una especialidad de Villa Pehuenia. El otoño también es la temporada para recoger hongos de pino, que luego se secan para agregar en los platos regionales: y más vale juntar bastante, ya que de 100 kilos de hongos secos quedarán, una vez cortados en rodajas y seca dos por unos días, apenas tres.
En estos días, Villa Pehuenia organiza un homenaje a su cocina tradicional con el Festival del Chef Patagónico, que se realiza el 23 y 24 de abril y se centra en la elaboración de platos con productos típicos: precisamente el piñón, el cordero, las truchas, el ciervo y los hongos. Este año estará presente una vez más la madrina del evento, Dolli Irigoyen, acompañada durante todo el festival por el chef Christophe Krywonis. Durante los dos días, de 14 a 22, habrá entrada libre para visitar los stands de los productores y expositores regionales, destinados a promover la oferta gastronómica local en un encuentro que ya se hizo clásico de la zona.
En el cráter del volcán Batea Mahuida, una inesperada laguna.
La visita no puede estar completa sin el paseo por el llamado Circuito Pehuenia, un espectacular recorrido de 130 kilómetros que pasa por los lagos Aluminé, Moquehue, Ñorquinco y Pulmarí, entre arroyos, cascadas, montañas y bosques de pura araucaria. Además es posible dar un pequeño rodeo para llegar hasta la frontera con Chile, a apenas un puñado de kilómetros de Villa Pehuenia, por un camino en perfectas condiciones que se interna en una porción de selva valdiviana.
El Circuito Pehuenia, que se puede recorrer en medio día –aunque merece más tiempo– comienza en Moquehue, el pueblo vecino, antiguamente sede de numerosos aserraderos que llegaron a emplear hasta 2000 hacheros. De aquí en adelante, empezamos a atravesar bosques que parecen salidos de la noche de los tiempos, altas araucarias que desafían el relieve sinuoso y muestran en sus abundantes líquenes la infinita pureza del aire. En invierno es un camino duro, pero ahora no hay nieve: sólo una persistente humedad en el aire, que regala sobre el paisaje un arcoiris apoyado sobre la alta copa de los árboles. Pasamos por Pulmarí, por el bellísimo lago Nompehuen, por el Camping Ecológico Ñorquinco, por un pequeño tramo del Parque Nacional Lanín y por la zona de Piedra Pintada, entre paisajes que parecen salidos de un cuento. Un cuento que da vuelta su última página a la hora de regresar a Villa Pehuenia, y que deja en la memoria el recuerdo de las más bellas ilustraciones que pueda imaginar la naturaleza en el reino de la majestuosa araucaria.
Fuente: Página 12
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/turismo/9-1770-2010-04-18.html