Koonel, la anciana hechicera de la tribu, estaba demasiado agotada para continuar caminando hacia el Norte; el invierno estaba próximo y había que buscar lugares donde no faltara caza. Como era habitual en esos casos, se le construyó un buen Kau y se le dejo abundante comida; pero seguramente no le alcanzaría para todo el invierno.
Para esa época no existían los calafates. Quedó totalmente sola; hasta los pájaros emigraron con la llegada de las primeras nieves, pero ella subsistió inexplicablemente.
A la llegada de la primavera se asomaron las primeras golondrinas, algunos chorlos y algunas inquietas ratoneras.
Koonek les increpó la actitud de haberla dejado sola, sumida en el silencio; a lo que las avecillas respondieron que ello se debía a que durante el invierno no tenían dónde resguardarse del viento y del frío y además el alimento era escaso. Koonek sin salir del toldo, les respondió: “desde ahora en adelante podrán quedarse, tendrán abrigo y alimentos.” Cuando abrieron el toldo, la anciana hechicera ya no estaba, se había convertido en una hermosa mata, espinosa, amarilla y de perfumadas flores, las que al promediar el verano ya eran moradas frutas de abundante semilla. Los pajaritos comieron su fruto y los tehuelches desparramaron las semillas de Aike en Aike. Ya nunca más se fueron las aves y las que se habían ido, al enterarse, regresaron.
Por eso el que come calafate vuelve.