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Publicado: 16/01/2011
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Fuente: Clarín Viajes

Desde Chos Malal hacia el noroeste neuquino, el encanto de tres pequeños pueblos. Las Ovejas, Andacollo y Huingan-có atraen por su fuerte identidad.

Por la ventanilla del avión que aterrizará en Chos Malal –puerta natural del norte neuquino– el viajero ve los cerros y mesetas, amarillentos, rojizos, azulados, que se pierden a lo lejos, hacia Chile. Ve las nieves del volcán Tromen y el cerro Domuyo, el más alto de la Patagonia, 4.709 metros, un deleite para los montañistas europeos. Intuye entonces algo de la implacable Cordillera del Viento, que corre paralela a la Cordillera de los Andes. Entre tanta piedra, dos ríos que bajan hacia el sur, el Agrio y el Neuquén, tiñen de verde –bosques de pinos, álamos, robles– a los pequeños valles que quiebran, de costado, tanta montaña. Allá abajo, en las aguas de arroyos y pequeños riachos, esperan las truchas, las percas y los pejerreyes.

Es un paisaje de caseríos, caminos de ripio, puentes que a veces se lleva el agua con el deshielo de primavera. Hay un horizonte infaltable por aquí: los arreos de “veranada”, rebaños de cientos de chivos conducidos por los “crianceros”, hombres de a caballo acompañados de perros guardianes. Son pastores trashumantes, como sus antepasados pehuenches. Cada verano suben sus rebaños hacia la montaña, cada invierno los bajan para huir de las nieves. Ya lo hacían en el siglo XVIII, en tiempos del virreinato y los hacendados españoles. Ellos mantienen sus tradiciones: la música de las cuecas chilenas, los cantores populares, las artesanías del telar y las lanas, fiestas que combinan destrezas criollas y procesiones religiosas. Con los “crianceros” y los buscadores de oro –los “pirquineros” artesanales que aún buscan vetas en la montaña– se humanizó este paisaje.

De ellos vienen los nombres de estos pequeños pueblos (Andacollo, con 2.600 habitantes; Las Ovejas, 1.300; Huingan-có, 900) que se van abriendo hacia el noroeste desde Chos Malal, alineados en un tramo de cien kilómetros –ripio y promesas de asfalto– por la ruta provincial 43. Es un paisaje que maravilla a los entusiastas del turismo de aventura. Ya no sorprende ver por aquí algunas camionetas de doble tracción y camiones “estilo Dakar” con viajeros curiosos, europeos o estadounidenses, que aprovechan la Ruta Nacional 40 y los pasos cordilleranos –como el de Pichachén, a 130 km de Chos Malal– para ir hacia el norte.

Otros bajan desde Mendoza y Río Negro por el asfalto de la ruta 40 atravesando las soledades de la Payunia –más allá de San Rafael y Malargüe– para cruzar el río Barrancas y entrar en Neuquén por el extremo norte, a la altura del pueblo de Buta Ranquil. Inevitablemente todos deben pasar por Chos Malal, que funciona como centro de servicios. Con sus acequias de estilo mendocino, álamos y casas de adobe, Chos Malal (15.000 habitantes) tiene su carácter, un casco antiguo y una historia fundacional ligada a la “campaña del desierto” de 1879. A pocos minutos de Chos Malal está el volcán Tromen (3.978 metros) con su laguna poblada de cisnes y flamencos. El cerro Wayle, junto al Tromen, permite hacer esquí alpino y nórdico en invierno.

Lo cierto es que en el norte neuquino se da el fenómeno de un “goteo” de turistas casi secreto. Por caso, franceses que desembarcan en el cerro Domuyo y se asombran por sus dos glaciares de altura y el vapor de sus géiseres. Personas que pueden disfrutar de los baños termales silvestres al pie del Domuyo, en arroyos cercanos a la Villa Aguas Calientes, donde –admiten en la provincia– aún está todo por hacerse, pero es posible acampar bajo las estrellas. Personas que no temen remontar el camino más al norte de Las Ovejas, bordeando el río Nahueve hacia las lagunas Epu Lauquen, en busca de truchas, bosques de roble pellín o la historia de los Pincheira, una banda de rebeldes que apoyaban a España y en 1832 fueron derrotados aquí por Chile.

Probablemente, el “goteo” turístico atrae y también espanta un poco a los norteños: no quieren perder su frescura, esa confianza de pueblo chico donde todos se conocen. Mientras tanto, el gobierno de Neuquén anuncia que se construirán tres hosterías en la zona: una en Las Ovejas, otra en Varvarco –puerta de entrada al cerro Domuyo– y la última en Huingan-có. En la ruta provincial 43 el asfalto llegaría hasta Las Ovejas. El tiempo dirá.

Aquí, en la Patagonia de los valles y volcanes, no faltan mitos indios –la niña que tiene un peine de oro, la bruja que atrae a los jinetes– además de duras historias de vida. Aquí los cantantes populares de la zona de Varvarco entonan historias desprendidas de antiquísimos romances españoles. Erika y Sofía son los nombres de dos modernas minas de oro locales, pero en la montaña aún es posible encontrarse con Víctor Candia, un auténtico “pirquinero” –buscador artesanal de oro– que sigue la tradición de aquellos mineros llegados a Andacollo desde Chile en la década de 1880 tras la “fiebre del oro”, que duró al menos hasta 1940. Fue la época de compañías como Milla Michico Corydon Hall y Neuquen Gold Mines. Se dice que el coronel Manuel Olascoaga –fundador de Chos Malal– lavaba las aguas del río Neuquén en busca de oro. “Filón de oro que brilla en el agua” sería el significado de Andacollo, una voz quichua. Hace poco la Universidad Nacional del Comahue rescató una novela del autor neuquino Carlos Mazzanti, “La Cordillera del Viento” –publicada originalmente en 1961– que es una historia novelada de la minería de oro y plata en la zona de Andacollo y Huingan-có.

A lo mejor el oro se transmutó hoy en un intangible, “una forma de vida y un paisaje que deslumbró a los cronistas ingleses que hacen las prestigiosas Blue Guides en Londres, han estado por aquí”, cuenta el historiador local, Isidro Belver. A lo mejor Huingan-có (en mapuche, “arroyo del huingan”, una planta nativa) sea un jardín del Edén, de hecho es el vivero del norte neuquino desde 1968 por sus dos mil hectáreas de pinos y cipreses, plantados uno a uno entre las rocas. A lo mejor aquel deslumbramiento llevó al veneciano Paolo Turchetto a establecer un bar en Las Ovejas. Para la tejedora artesanal Olivia Valenzuela –tiene su taller en la Casa de Cultura de Las Ovejas– quedarse aquí fue, desde sus doce años de edad, un destino.

Fuente: Clarín Viajes


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